Eternamente a la deriva, entre un sistema que le permite la expresión grandiosa de su onirismo y un saberse solo en un intimismo sombrío, la filmografía de Guru Dutt en su conjunto es un esbozo exaltado, melodramático, de su propia biografía.
Una trayectoria marcada por la búsqueda de su sitio en el mundo, el director de Bangalore utiliza su cine como una suerte de catarsis, premonición de su propia historia. Y es que la imbricación de su obra con el devenir de su vida lo consolida como autor completo, quizás forzosamente autosuficiente, a pesar de que consiguió crear su propio sistema a través, no obstante, de figuras sustanciales de su propia vida: el guionista Abrar Alvi, el actor Johnny Walker; su esposa, la célebre cantante Geeta Roy, etc.
De una sensibilidad mayúscula y unas inquietudes existenciales que dejan una huella indeleble en toda su trayectoria creativa y vital, se forma en danza y comienza su carrera cinematográfica en 1945 como actor, ayudante de dirección y posteriormente coreógrafo, en el marco de la compañía Prabhat. Con tan sólo 20 años, da comienzo a una relación en constante diálogo con los límites del sistema –cinematográfico, pero también social- del momento. Un vínculo, ora simbiótico, ora conflictivo.
La búsqueda de un lenguaje personal que le permita expresar sus grandes interrogantes y turbaciones le sitúa en el territorio difuso que detona en 1951, con la dirección de su primera película, Baazi (Juego de azar). Esta obra, adscrita en apariencia al thriller ligero convencional, bebe del cine negro hollywoodiense y del cine comercial indio para narrar la historia de Madan, un taxista parado que se convierte en peón de una organización criminal en la que se adentra por instinto de supervivencia.
Los límites éticos que se plantean ya en la trama convierten esta ópera prima en la precursora de la deriva identitaria de la que Dutt dejará impronta de manera más descarnada posteriormente. Asimismo, la obra supone la primera muestra de la sutileza con la que Dutt baña los números musicales, justificados por la diégesis y cargados de un simbolismo poético íntimamente ligado con el devenir narrativo. Muestra de ello es la presentación de la entrada del protagonista al Star Club, en la que Nina, la bailarina, envuelve, primero al espectador, después a Madan, en una red física que habla, en primera instancia del deseo; pero, en segundo lugar, -y de manera mucho más interesante-, del mundo clandestino en el que se adentrará posteriormente el taxista, y, por extensión, la mirada del espectador.
Ya en esta primera creación, Guru Dutt introduce de manera sutil un elemento clave que marcará su filmografía: su autopuesta en escena. Como en su posterior largometraje, Jaal (La red, 1952), un thriller que mantiene la línea de su precursor, el director hace un cameo apenas perceptible. En el primer plano del film, aparece, en ligerísimo contrapicado, un Dutt presentado como un joven situado en el margen del encuadre, que observa la calle sin participar de ella y sobre el que apenas repara el segundo personaje que aparece en pantalla. Una figura que parece precedente de sus siguientes encarnaciones: en los límites del sistema, derrotado por el propio transcurrir de la vida.
Pero es en septiembre de 1952 cuando el director apuesta de manera definitiva por su figura como autor global, a través de la creación de la productora H.G. Films, de la que es fundador junto con Haridarshan Kaur. La primera apuesta por la gestión independiente se consolida con Baaz (El Halcón, 1953) un drama ambientado a principios del siglo XVI, que no recibió las críticas deseadas ni en materia de guión, ni en la interpretación protagonista de Guru Dutt, que tuvo que encarnar un papel idealmente escrito para un Dev Anand, cuyo caché era inabordable.
Y es que el esplendor creativo de Dutt tuvo que esperar a Aar paar (De un lado a otro, 1954), donde se da el verdadero punto de inflexión de su filmografía. Retomando la figura del taxista relegado a la marginalidad – en Baazi era el paro, en Aar paar la cárcel por un delito menor y su posterior condición de exconvicto- y profundizando en las sendas del cine negro transitadas en sus primeras películas, Aar paar mantiene el melodrama sentimental imbricado con las imposiciones de la vida en sociedad y con la clandestinidad como extremo lógico de la desdicha.
Sin embargo, a pesar de los ecos de sus precursoras, la obra ahonda en la elegancia con la que Dutt inserta su tradición musical al discurso fílmico, apostando por canciones que difuminan sus límites con la prosa, que mantienen a sus protagonistas encarnados en la diégesis a través de las letras –el tono, el contenido, el idioma- y los espacios. Asimismo, la supresión de las introducciones musicales de las canciones integra de manera casi realista la melodía en el drama, generando un ambiente onírico y ostrácico que responde al indiscutible universo interior del director. Una apuesta por lo que Charles Tesson (Cahiers du cinéma, nº369, 1985) llama continuidad cantada.
Junto con este pormenorizado trabajo, Aar Paar destaca por la fuerza y complejidad de sus personajes, no lograda hasta el momento, pero indiscutiblemente iniciada en este punto y desarrollada en Mr.and Mrs.55 (1955), así como en las consideradas sus obras maestras, Pyassa (El sediento, 1957) y Kaagaz ke phool (Flores de papel, 1959).
Pero esta complejidad adquirida no puede explicarse exclusivamente en términos de condiciones de producción o de experiencia como cineasta. Los personajes se vuelven con el tiempo más amargos, desertores forzosos de la vida social. Y la encarnación de éstos a través de un Dutt fácilmente empático con la agonía vital de sus creaciones aporta un intimismo sombrío que verá su clímax en el protagonista de Pyaasa, Vijay, un poeta sin éxito que reclama su identidad desesperadamente, recluyéndose en las calles como un espectador forzado a la contemplación de su propio yo en un mundo que aborrece, una sociedad carente de principios e ideales, y que sólo encuentra vestigios de esta naturaleza humana en otros personajes marginales.
Mr. And Mrs 55 podría entenderse como la gestación de un binomio Vijay-Dutt indiscutiblemente encaminado hacia la muerte. En este film, Preetam, un dibujante de cómics en paro, se enamora de Anita, de familia de clase alta, y se ve absorbido por un matrimonio de conveniencia en el que se convierte en un mero títere a manos de las tradiciones y los grandes dogmas sociales (incluso cuando éstos no forman parte del corpus de normas censoras, pues la tía de Anita, principal obstáculo para su amor, es una activista feminista que trata de proteger a su sobrina de los avatares sentimentales).
A pesar de que la brecha impuesta por las diferencias de clase (chico pobre-amada rica) es un tópico harto manido en la historia del cine clásico, Dutt se desenvuelve con una pericia personal en la trama, reflexionando acerca de la oposición de dos mundos: el del hambre y la opulencia, con un amargo sentido del humor.
Encontramos aquí a un Guru Dutt progresivamente humanista, que apuesta por lo esencial y lo íntimo frente a los grandes discursos de la vida en sociedad. Convencido de esta filosofía, buscando una intensidad personal eternamente censurada, lanza su último grito en Kaagaz ke phool, una búsqueda del alma a través del arte, y no al revés. En 1959, el director se funde finalmente con la identidad del protagonista –al que él mismo interpreta-, Suresh Sinha, un director de cine que recuerda su vida en el límite constante del abismo, como un anticipo de personaje borderline (Gérard Imbert, 2010) que trata de retrasar una muerte ya anunciada. Un final sobre el papel, pero también una personal carta de despedida que alcanzará su máxima expresión cinco años después.
Tras el riesgo –creativo, pero especialmente emocional- asumido en este largometraje, y la posterior incomprensión de su obra, controvertida para los cauces comerciales, pero no suficientemente valorada en el momento en los círculos minoritarios, Guru Dutt escuda su figura como creador en las sombras.
A pesar de la indiscutible impronta del director en Chaudhin ka chand (El día catorce de la luna, 1960) y Sahib bibi aur ghulam (El señor, la señora y el esclavo, 1962), elemento que hace pensar que forman parte de su filmografía como autor, se tratan de filmes firmados por M.Sadiq y Abrar Alvi respectivamente, ambos allegados a Dutt, que firmará oficialmente como actor principal y productor.
Sahib bibi aur ghulam, menos arriesgada que Pyaasa y Kaagaz ke phool, mantiene, sin embargo, un sublime trabajo musical y explora de manera descarnada la mirada nostálgica a través de la vida del arquitecto Bhoothnath, un hombre de mediana edad construido a sí mismo desde su cuna en la clase baja. Romanticismo, decadencia y muerte simbólica –recordemos la destrucción del edificio, símbolo del pasado, que antaño ideó el protagonista- se entrelazan con el elemento común que cabalga, de manera más o menos sutil, por toda la filmografía: las desigualdades sociales y la dificultad de encontrar la armonía en un mundo que resulta ajeno.
Y es que, incluso en su silencio –tras su presunta ocultación como autor de las mencionadas obras, optará definitivamente por alejarse de detrás de las cámaras y continuará su carrera como actor- la trama melodramática de Guru Dutt sigue siendo tan veraz en la ficción, como en la vida real. Y como un abandono anunciado años antes, en 1964, Dutt teje el final prometido obra tras obra: su propio final. Con tan sólo 39 años, este vagar en incesante búsqueda encuentra su resolución en el suicidio.
Culmina así el ideal que impregnó de manera desigual, pero siempre presente, su carrera como director: la vida como efímera obra de arte.
